Lo más temido ocurre siempre, decía Kafka. Mucho peor: lo más deseado también.
Había una vez un hombre que anhelaba trabajar menos y el capitalismo lo dejó en paro.
Había una vez un hombre que soñaba con viajar más y el capitalismo lo metió en una patera.
Había una vez una mujer que buscaba amor y el capitalismo la arrojó a la prostitución.
Había una vez una mujer que deseaba una máquina de coser y el capitalismo la encadenó a una maquila.
Había una vez un niño que deseaba que su padre no le pegara y el capitalismo lo dejó huérfano.
Había una vez una niña que no tenía ganas de estudiar matemáticas y el capitalismo bombardeó su escuela.
Había una vez un hombre y una mujer y un niño y una niña que deseaban vivir felices y libres de preocupaciones y el capitalismo les dio la televisión.
Había una vez un presidente de los EEUU que tenía en su despacho una lámpara, la frotó con la manga y salió un genio: “Pide tres deseos y te los concederé”. “Nuestro deseo”, respondió el magnate en nombre de su país, “es tener más deseos. Ya nos ocuparemos nosotros de que se cumplan”. Y el genio le cedió todos los sueños, todos los pensamientos buenos, todas las imágenes nobles de la Humanidad para que materializara su destrucción a ras de tierra.
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Hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque puede venir Monsanto (o Repsol o el Pentágono) y hacerlo realidad. No hay un solo anhelo decente concebido por un hombre bueno o por un pueblo sediento, no hay una sola utopía liberadora excogitada en los últimos 8.000 años que el capitalismo no haya hecho realidad bajo la forma de una maldición. Los mitos de cornucopias, mesas siempre cubiertas de viandas y cofres sin fondo se han visto cumplidos bajo la forma de una abundancia asesina que genera 6000 millones de toneladas de basura al día y mata de hambre todos los años a 10 millones de personas. El sueño de una tecnología liberadora de brazos y multiplicadora de tiempo ha aterrizado en el infierno de las maquiladoras y los talleres flotantes y en las miserias del desempleo. La utopía de una Naturaleza dócil, dúctil, adaptada a las necesidades de los seres humanos se ha volteado de hecho en la disolución de los glaciares, la extinción de miles de especies y el desplazamiento de poblaciones asaltadas por tsunamis y desiertos. Hacia 1820, el socialista utópico Charles Fourier adelantó el diseño de una sociedad idílica en la que los hombres podrían regular el clima, ajustar las estaciones y modificar a capricho la meteorología para poder comer cerezas en enero y producir trigo todo el año. El cambio climático es ahora una realidad amenazadora y no sólo como efecto colateral de una desbocada economía de destrucción generalizada sino como una premeditada acción de guerra. Desde 1992, el programa HAARP del ministerio de Defensa de los EEUU investiga en Alaska el desarrollo de “armas climáticas” capaces de generar lluvias, niebla y tormentas y de modificar el clima exterior con el propósito –dice Michel Chossudovsky- “de desestabilizar economías, ecosistemas y la agricultura”, así como de “devastar los mercados financieros y comerciales y aumentar la dependencia alimentaria”. La gran utopía mística de un retorno humano a la Naturaleza se invierte y se realiza en esta definitiva disolución de la Naturaleza –al contrario- en las mallas de la tecnología humana. El cambio climático, subsidiario o premeditado, constituye la última vuelta de tuerca de una economía que, basada en la erosión material de todas las diferencias (guerra/paz, destrucción/producción, comer/usar/mirar), acaba de derribar la última de ellas: la que separa la muerte natural de la muerte provocada. Una vez enteramente derrotada la Naturaleza, ¿se puede seguir hablando de “muertes naturales”? Pero si ninguna muerte es ya “natural”, si no podemos distinguir ya las que lo son de las que no lo son, ¿no es precisamente porque el capitalismo se ha vuelto más natural que la Naturaleza misma?
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Tenemos que tener cuidado, en cualquier caso, con lo que deseamos. Había una vez un hombre llamado Mohamed Farag que viajó a una boda en Jordania y fue detenido, torturado y entregado en secreto a la CIA. Durante 19 meses desapareció en un desagüe oscuro sin acusación ni proceso; encadenado a la pared de una celda, con la luz encendida noche y día, aturdido por la estridencia de una música continua, intentó suicidarse dos veces e incluso eso le impidieron. Durante ese tiempo no vio más que a sus verdugos y no salió sino para ser interrogado; y tanta era su desesperación, tanta era su soledad, tan horrible su sensación de estar muerto y enterrado en una tumba como expresa esta frase casi poética en su elocuencia negra: “Cada vez que veía una mosca en mi celda me llenaba de alegría”.
Que no se entere, por favor, la CIA. O puede ocurrir que los centenares –o miles- de desaparecidos en cárceles secretas vean cumplido este deseo y tengan que expiar su inocencia en una celda invadida por una plaga de moscas.
Fuente:
www.rebelion.org